“Tragué saliva, cerré los ojos un segundo y fingí que revisaba el celular. Nadie debía notar lo que estaba por pasar.”
Claudia tiene 36 años. Trabaja como administradora en una oficina pequeña, es buena en lo que hace, amable con todos, pero carga una lucha invisible: emociones que a veces llegan sin pedir permiso. Ese miércoles, mientras presentaba un informe frente a sus colegas, sintió el nudo en la garganta. No fue por algo grave, ni por una discusión, solo una frase ambigua de su jefe, una mirada fugaz de desdén. El comentario pasó rápido para los demás, pero no para ella.
Lo que nadie vio fue que, detrás de su expresión contenida, Claudia estaba al borde de llorar en público. Y eso, para ella, era una pesadilla.
El miedo a quebrarse frente a otros
Claudia no sabía por qué le dolía tanto. Tal vez porque, desde pequeña, le enseñaron que llorar delante de otros era una señal de debilidad. Que una mujer “inteligente” debe ser fuerte, que las emociones se administran como el dinero: en privado y sin excesos.
“¿Y si alguien lo nota? ¿Y si piensan que no puedo con la presión?” Esa era la película que se proyectaba en su cabeza.
Cuando el cuerpo reacciona más rápido que la mente
Las manos le sudaban, sentía la presión en el pecho. La voz le temblaba un poco. Internamente, se decía: “¡No puedo permitirme llorar ahora! ¡Sería ridículo! ¡Debo controlar esto ya!” Pero esas frases no la calmaban. Al contrario, su ansiedad crecía. Y aquí entra uno de los errores más comunes que la TREC (Terapia Racional Emotiva Conductual) ayuda a desenmascarar: confundir un deseo (no querer llorar en público) con una exigencia irracional (no debo llorar jamás frente a nadie o todo será un desastre).
El punto de inflexión: una conversación inesperada
Después de la reunión, Claudia se escondió en el baño. Se sentía frustrada, débil. Pero algo cambió ese día. Una compañera, Laura, entró sin querer. La vio con los ojos enrojecidos y no dijo nada ofensivo. Solo se quedó en silencio, luego murmuró: “Yo también he llorado aquí. A veces pasa. Y no tiene nada de malo.”
No era una frase profunda. Pero fue el principio de un cambio.
Aprender a soltar el juicio
Claudia decidió hablar con una terapeuta, quien le explicó algo que la sorprendió: llorar no es el problema, lo que genera malestar es lo que pensamos sobre ese llanto. Ella no se sentía mal por la emoción, sino porque se decía a sí misma que “no debería tenerla”.
Empezó a identificar esas ideas irracionales:
– “Si lloro, todos pensarán que soy débil”
– “No debería sentirme así”
– “Tengo que controlar todo lo que siento o soy un fracaso”
Y aprendió a sustituirlas por creencias más racionales:
– “Preferiría no llorar en público, pero si sucede, no es el fin del mundo”
– “Tener emociones me hace humana, no inadecuada”
– “Puedo sentir tristeza y seguir siendo capaz”
El clímax: un momento de quiebre… y aceptación
Semanas después, Claudia tuvo otra reunión tensa. Esta vez, la emoción volvió, pero no huyó de ella. Sintió que los ojos se le humedecían. Respiró hondo y dijo: “Disculpen, necesito un minuto.” Salió con dignidad. No corrió al baño. Se quedó en el pasillo, respirando, reconociendo lo que sentía. Y volvió. Terminó su exposición.
Ese día no solo no se desmoronó. Ese día, por fin, se permitió sentir sin condenarse por ello.
¿Qué aprendió Claudia?
Que las emociones no son un enemigo. Que no somos máquinas. Que a veces el acto más valiente no es evitar el llanto, sino sostenernos con respeto cuando aparece.
Mensaje final
Llorar en público no es una debilidad. Es una expresión humana. Lo que duele no es la lágrima, sino la idea irracional de que no deberíamos sentir. Claudia entendió que aceptarse emocionalmente le daba más poder que ocultarse. Aprendió que sentir no la hacía frágil, la hacía real.
Moraleja: Aceptar nuestras emociones, incluso las que nos incomodan, es un acto de valentía. Aprender a verlas sin juicio nos libera más que cualquier intento de evitarlas.
¿Te has sentido como Claudia alguna vez? No estás solo. Todos tenemos momentos así. Lo importante no es evitar la emoción, sino aprender a acompañarnos con comprensión cuando aparece.



