Cómo dejar de intentar ser perfecto y empezar a ser humano

4–6 minutos

  1. El precio invisible de ser “perfecto”
  2. El origen silencioso del perfeccionismo
  3. La trampa emocional del “debería”
  4. El punto de inflexión: el día que se permitió equivocarse
  5. Aprender a pensar de otro modo
  6. De la condena a la autoaceptación
  7. El día que dijo “no”
  8. Ser humano, no perfecto
  9. Epílogo: un mensaje para ti
  10. Mensaje final

El precio invisible de ser “perfecto”

Claudia siempre fue la que lo tenía todo bajo control. La que sacaba dieces, la que nunca llegaba tarde, la que era “un orgullo para sus padres”. Su agenda era tan ajustada que hasta el tiempo para descansar debía rendir. Pero nadie sabía lo que ocurría puertas adentro.

Cada noche, al cerrar su laptop, sentía que algo dentro de ella seguía corriendo. El corazón acelerado. La mente repasando cada palabra mal dicha en una reunión. Cada “no fue suficiente”. El espejo devolviéndole una imagen que no lograba aprobar.

Tenía 33 años, era exitosa en su trabajo como diseñadora, pero no podía dejar de pensar que, si no lo hacía todo perfecto, todo se derrumbaría.

Una noche, se quebró. Lloró sin entender por qué. Y en ese colapso silencioso, algo dentro de ella se encendió: una pequeña pregunta incómoda.

“¿Qué pasaría si no fuera perfecta?”


El origen silencioso del perfeccionismo

Claudia empezó terapia. En la segunda sesión, su psicólogo le explicó un concepto de la Terapia Racional Emotiva Conductual: “Las emociones no provienen de lo que ocurre, sino de lo que creemos sobre lo que ocurre.”

Ella recordó lo que se decía cada vez que cometía un error:

  • “No debí fallar.”
  • “Esto demuestra que no soy suficiente.”
  • “¿Qué van a pensar si notan que no puedo con todo?”

Sus creencias no eran solo pensamientos pasajeros. Eran exigencias rígidas, absolutistas. Como una voz interna que le dictaba sentencias implacables:

  • “Debo ser impecable en todo momento.”
  • “Si no soy perfecta, no valgo.”
  • “Fracasar es inaceptable.”

Lo que parecía una búsqueda de excelencia era, en realidad, una prisión mental.


La trampa emocional del “debería”

Claudia descubrió que su mente funcionaba como un juez con normas imposibles. No se permitía estar cansada, confundirse, pedir ayuda. Si no cumplía con sus estándares internos, aparecían la culpa, la vergüenza, la ansiedad.

Su terapeuta le ayudó a identificar las tres grandes exigencias que suelen esconderse detrás del perfeccionismo:

  1. Exigencia de aprobación: “Debo ser valorada por todos.”
  2. Exigencia de éxito/perfección: “Debo ser competente en todo lo que hago.”
  3. Exigencia de comodidad/justicia: “Las cosas deben salir como espero.”

Cada vez que estas expectativas no se cumplían (y eso era inevitable), Claudia se sentía como un fracaso total. No era solo que algo saliera mal, era que “ella” estaba mal.


El punto de inflexión: el día que se permitió equivocarse

Una semana, Claudia se comprometió a hacer una pequeña tarea: enviar un informe con un error a propósito.

Le temblaban las manos al hacerlo. Le parecía absurdo. Estaba segura de que alguien la iba a descubrir y señalar.

Pero no pasó nada.

Nadie lo notó. Y si lo notaron, nadie lo mencionó. Ese silencio fue más revelador que cualquier aplauso.

Sintió miedo al principio… pero después alivio. Un respiro.

Esa fue la primera grieta en la estructura rígida del perfeccionismo.


Aprender a pensar de otro modo

Durante las siguientes sesiones, Claudia aprendió a cuestionar sus creencias irracionales usando el modelo ABCDE de la TREC:

  • A (Acontecimiento): Entregar un proyecto con una demora de 2 días.
  • B (Creencia): “Si no cumplo con el plazo, soy incompetente.”
  • C (Consecuencia): Ansiedad, insomnio, autocrítica.
  • D (Debate): ¿Dónde está escrito que un error puntual define mi valor como profesional? ¿Qué evidencia tengo de que mi equipo me desprecia por esto?
  • E (Nueva creencia): “Preferiría haberlo entregado antes, pero puedo soportar esta demora. No me define.”

Esa última frase fue como aire fresco. Claudia empezó a escribirla en su cuaderno, a repetirla en voz baja antes de reuniones. Y algo empezó a cambiar: no desapareció la exigencia, pero perdió fuerza.


De la condena a la autoaceptación

Claudia comprendió un principio radical pero profundamente liberador:

“No necesito ser perfecta para valer como persona.”

Ese fue su nuevo mantra.

Empezó a ver que su valor no dependía de su productividad, su imagen o su capacidad de complacer. Aprendió a aceptarse incondicionalmente, como lo propone la TREC, incluso cuando cometía errores.

No para resignarse. Sino para dejar de agredirse.


El día que dijo “no”

Claudia recordó otro momento bisagra: una tarde en que le pidieron asumir un proyecto de última hora. Antes habría dicho que sí sin dudar. Esta vez, respondió:

—“Gracias por confiar en mí, pero ya tengo el calendario lleno. No voy a poder esta vez.”

Le sudaban las manos. Sentía que iba a decepcionar a todos.

Pero no ocurrió ninguna catástrofe. De hecho, su jefa le respondió:

—“Está bien, gracias por avisar con claridad.”

Por primera vez en años, Claudia se eligió a sí misma sin culpa. Sintió miedo… pero también orgullo. Fue un paso hacia su libertad.


Ser humano, no perfecto

Claudia no se volvió desordenada ni irresponsable. Tampoco dejó de querer hacer las cosas bien. Pero ya no lo hacía desde el miedo. Lo hacía desde el cuidado.

Empezó a permitirse descansar. A dejar correos sin responder en la noche. A terminar una tarea sin revisarla veinte veces.

Lo curioso fue que, al hacerlo, su creatividad mejoró. Su nivel de ansiedad bajó. Su calidad de vida subió.


Epílogo: un mensaje para ti

Si te has sentido como Claudia —exigiéndote siempre más, sintiendo que nunca es suficiente, midiendo tu valor en función de tus logros—, este mensaje es para ti:

No estás solo. No estás rota.

Y no necesitas ser perfecto para ser valioso.

Como Claudia, puedes empezar a hablarte con más amabilidad, a aceptar que equivocarte no te hace menos, sino simplemente humano.

Porque solo cuando dejamos de exigirnos ser perfectos… podemos empezar a vivir.


Mensaje final

Aprendió que no hay nada más humano que fallar. Y nada más liberador que aceptarse a uno mismo, justo así.



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