Cómo sobreviví a una etapa donde sentía que nada tenía sentido

4–6 minutos
  1. “No le encontraba sentido a nada…”
  2. El conflicto invisible: Cuando la rutina se vuelve un abismo
  3. El punto de inflexión: Una sesión, un papel y una pregunta clave
  4. El proceso de transformación: Paso a paso, no de golpe
  5. El clímax: El día que dejó de buscar “la respuesta”
  6. Desenlace: No todo se resolvió… pero todo cambió
  7. Reflexión final

    “No le encontraba sentido a nada…”

    Alejandro tiene 34 años, trabaja como diseñador gráfico freelance, vive solo y —como muchos— atraviesa altibajos. Pero lo que experimentó hace un año no fue solo un bajón. Fue un vacío.

    Dice que se levantaba, tomaba café, respondía correos… y no sentía absolutamente nada. “Era como mirar una película gris donde todo se repetía. Trabajaba porque tenía que comer, pero dentro de mí había un eco: ¿para qué todo esto?”

    Eso le pasó un martes cualquiera. Un martes en el que, sin razón aparente, se dio cuenta de que llevaba semanas sintiendo que su vida no tenía sentido. No fue un evento trágico lo que lo derrumbó. Fue el silencio de sus propias emociones.

    El conflicto invisible: Cuando la rutina se vuelve un abismo

    Lo más frustrante para Alejandro era que, desde afuera, “todo estaba bien”. No había perdido el trabajo, ni una relación, ni tenía problemas de salud. Pero dentro de sí, estaba desgastado, sin ganas de seguir, ni motivación para buscar ayuda. No era depresión clínica, era algo más sutil: desesperanza crónica.

    Se sentía culpable por no valorar lo que tenía. Eso lo hizo aislarse aún más. “¿Qué derecho tengo de quejarme si otros están peor?”, pensaba.

    Una tarde, viendo un video en YouTube sobre psicología, escuchó algo que lo sacudió: “La vida no necesita tener sentido todos los días. A veces, lo único que necesitamos es dejar de exigirle que lo tenga.”

    Esa frase no lo curó. Pero le dio permiso para sentir lo que sentía sin juzgarse.

    El punto de inflexión: Una sesión, un papel y una pregunta clave

    Animado por esa idea, Alejandro buscó ayuda y probó una sesión de terapia. El terapeuta usaba TREC (Terapia Racional Emotiva Conductual), un enfoque centrado en desmontar las creencias irracionales que sabotean nuestras emociones.

    En una de las primeras sesiones, el terapeuta le preguntó:

    —¿Qué te dices a ti mismo cuando te sientes vacío?

    Alejandro respondió sin pensarlo:
    —Que soy un inútil por no estar feliz, que debería estar agradecido, que algo está mal en mí.

    Esa fue la clave. Alejandro no solo se sentía mal… se castigaba por sentirse así. Su vacío no era el problema, sino cómo lo interpretaba: como un defecto personal.

    Trabajaron con el modelo ABC de la TREC:

    • A: Me siento vacío, sin sentido.
    • B: “No debería sentir esto”, “Estoy mal”, “Soy débil”.
    • C: Culpa, frustración, más aislamiento.

    El terapeuta le enseñó a debatir esas ideas:

    • ¿Dónde está escrito que debo tener todo claro a los 30?
    • ¿Es lógico creer que una emoción momentánea define mi valor?
    • ¿Me ayuda pensar así o me hunde más?

    Por primera vez, Alejandro aprendió que podía aceptar sus emociones sin condenarse por ellas. Empezó a cambiar sus “debería” por “preferiría”. Dejó de exigirse sentido inmediato y empezó a buscar pequeñas razones para avanzar.

    El proceso de transformación: Paso a paso, no de golpe

    La recuperación de Alejandro no fue mágica. Tuvo recaídas. Pero hubo progresos. Empezó a escribir cada mañana una línea: “Hoy, aunque no tenga ganas, me comprometo con esto”.

    Primero fue salir a caminar 15 minutos. Luego, hablar con un amigo. Luego, volver a dibujar solo por gusto.

    Una vez anotó en su cuaderno: “Hoy la vida no me emociona, pero tampoco me aplasta. Y eso ya es un paso”.

    Esa actitud —de aceptación activa, no resignación— lo fue reconstruyendo. En lugar de buscar “el gran sentido”, buscó momentos que le dieran alivio, curiosidad o conexión.

    Y, poco a poco, su energía regresó.

    El clímax: El día que dejó de buscar “la respuesta”

    Un día, un cliente le pidió diseñar una ilustración para una fundación de salud mental. Le explicaron que sería usada por personas que habían pasado por momentos oscuros. Alejandro aceptó.

    Mientras trabajaba en el diseño, se dio cuenta de algo:
    “Tal vez el sentido no es algo que se encuentra. Es algo que a veces prestamos, cuando ayudamos, cuando conectamos.”

    Ese día, sin darse cuenta, Alejandro dejó de obsesionarse con entender su vida… y empezó a vivirla.

    No con euforia. Con presencia.

    Desenlace: No todo se resolvió… pero todo cambió

    Hoy Alejandro aún tiene días grises. Pero ya no los interpreta como evidencia de fracaso personal. Los ve como parte del proceso. Sabe que sentirse perdido no lo hace menos valioso.

    “Aprendí que no necesito sentirme motivado todos los días para seguir adelante. Y que incluso en el sinsentido hay espacio para el cuidado.”

    Empezó a ayudar a otros desde su experiencia. No como gurú, sino como alguien que sabe lo que es tocar fondo sin hacer ruido.

    Reflexión final

    Alejandro entendió que no estaba roto. Solo estaba cansado de exigirse respuestas inmediatas. Aprendió que aceptar la incertidumbre y validar sus emociones era el primer paso hacia la sanación.

    En sus palabras:

    “A veces sobrevivir es suficiente. Y si te das permiso para hacerlo sin juzgarte, un día sin sentido puede terminar dándoselo a alguien más.”



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