- La historia de Tomás: cuando el silencio interior grita más fuerte que el ruido del mundo
- El conflicto: cuando la rutina no llena lo que el alma calla
- El punto de quiebre: un mensaje que lo sacudió
- El cambio: aprender a sentirse de nuevo
- El clímax: una cita inesperada con su yo más honesto
- El desenlace: cuando el vacío deja de dar miedo
- Moraleja final
La historia de Tomás: cuando el silencio interior grita más fuerte que el ruido del mundo
Tomás tiene 34 años, vive solo en un departamento pequeño y luminoso en una ciudad bulliciosa. Tiene un buen empleo como analista financiero, sale a correr tres veces por semana, y sus redes sociales están llenas de fotos sonriendo en cafés bonitos o en caminatas de fin de semana. Pero cada vez que llega a casa y apaga el celular, el silencio lo golpea. Un silencio que no es externo, sino interno. Un vacío.
“¿Por qué me siento así si no me falta nada?”, se preguntaba una y otra vez mientras miraba el techo. La sensación no era tristeza, no era estrés… era como si estuviera desconectado de su propia vida. Como si estuviera viendo su existencia desde fuera.
El conflicto: cuando la rutina no llena lo que el alma calla
Todo comenzó una noche cualquiera. Tomás estaba cenando solo y de pronto se dio cuenta de que no recordaba la última vez que sintió algo con intensidad. Ni alegría, ni dolor. Nada. Solo una especie de anestesia emocional. No era depresión clínica, no estaba “mal”. Solo… no estaba.
Empezó a sentirse culpable por sentirse vacío. “No tengo derecho a quejarme”, pensaba. “Hay gente con problemas reales”. Y eso lo hundía más. En vez de hablarlo, sonreía más en las fotos. Salía más. Hacía más. Pero sentía menos.
El punto de quiebre: un mensaje que lo sacudió
Una noche recibió un mensaje de su hermana menor: “Tomás, ¿estás bien de verdad? Hoy soñé que llorabas. No sé por qué, pero me preocupé”. Algo en esas palabras lo quebró. Lloró por primera vez en meses. Lloró sin saber por qué, pero también lloró de alivio.
Fue entonces cuando se atrevió a buscar ayuda profesional. No porque estuviera al borde del colapso, sino porque entendió que vivir en automático también era una forma de sufrimiento.
El cambio: aprender a sentirse de nuevo
En terapia descubrió algo fundamental: que su vacío no era una enfermedad, sino una señal. Estaba lleno de “debería”: “debería sentirme bien”, “debería estar agradecido”, “debería ser feliz”. Estaba desconectado de lo que realmente quería, sentía o necesitaba. Había confundido el éxito con bienestar, la actividad con plenitud.
Con ayuda del terapeuta, empezó a aplicar el modelo ABC de la Terapia Racional Emotiva Conductual. Identificó que sus pensamientos como “no debería sentirme así” eran creencias irracionales, y que eso generaba culpa, frustración y bloqueo emocional.
Cuando reemplazó esos pensamientos por otros más realistas —“Me gustaría sentirme mejor, pero acepto que ahora no es así, y está bien”—, su malestar empezó a transformarse. El vacío seguía allí, pero ya no lo asustaba. Lo entendía.
También aprendió que no hay una solución mágica. Empezó por cosas pequeñas: escribir cómo se sentía cada noche, hablar con su hermana más seguido, decir “no” a salidas que no le apetecían y atreverse a preguntarse qué sí quería hacer.
El clímax: una cita inesperada con su yo más honesto
Un día, caminando solo por el parque, sintió algo. No euforia, no tristeza. Solo presencia. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que estaba ahí, en ese cuerpo, en esa tarde. Respiró hondo, se sentó en una banca y sonrió. No porque todo estuviera resuelto, sino porque ya no se sentía ajeno a sí mismo.
El desenlace: cuando el vacío deja de dar miedo
Hoy, Tomás sigue siendo el mismo en muchas cosas: va a su trabajo, sigue corriendo, sigue tomándose un café los domingos. Pero ha cambiado algo esencial: ya no huye del silencio. Lo escucha. Y lo que antes era vacío, ahora es espacio. Espacio para sentir, para preguntarse, para no tener todas las respuestas.
Moraleja final
A veces, sentirse vacío es una invitación a reconectar contigo mismo. No siempre hay un gran drama detrás, pero sí una desconexión que merece ser atendida. Aprender a escucharte, sin exigencias, sin culpas, puede ser el primer paso para volver a sentir de verdad. Porque el bienestar no siempre empieza con “hacer más”, sino con permitirte ser.



