- El momento que rompió su fachada
- El conflicto emocional
- Punto de quiebre… y de inflexión
- El cambio interno
- Clímax: una nueva respuesta ante la emoción
- Desenlace
- Reflexión final
Clara tenía 34 años, un empleo estable como diseñadora y una rutina bastante normal. Siempre se consideró “fuerte” y “resistente”. Así la criaron. “No llores en público”, le decía su madre. “Eso es de gente débil”, repetía su padre. Así que Clara aprendió a sonreír cuando algo dolía, a quedarse en silencio cuando algo la atravesaba por dentro.
Pero ese jueves todo cambió.
El momento que rompió su fachada
Todo empezó como un día cualquiera. Había dormido mal, y en la oficina las exigencias no paraban. A media mañana, su jefe —sin mala intención— hizo un comentario sobre su desempeño. No fue agresivo, pero tocó algo profundo. Sintió un nudo en la garganta. Los ojos le picaban. La presión subía en su pecho.
Corrió al baño. Cerró la puerta. Se miró al espejo y murmuró: “No llores, por favor… no aquí”.
Pero esa súplica interna solo intensificó su angustia.
El conflicto emocional
Clara no lloraba por el comentario. Lloraba por todo lo que venía guardando: los domingos en soledad, el miedo a no ser suficiente, la carga de siempre mostrarse bien.
Y lo peor no era llorar. Era sentirse avergonzada por ello. ¿Qué iban a pensar? ¿Que era frágil? ¿Inestable? ¿Poco profesional?
Ese pensamiento la atrapó: «Si lloro, todos verán que no puedo con mi vida.»
En ese momento, lo que realmente la hería no era el hecho, sino la interpretación que hacía del mismo. Como dice la Terapia Racional Emotiva Conductual (TREC), no son los eventos los que nos perturban, sino lo que pensamos sobre ellos.
Punto de quiebre… y de inflexión
Al salir del baño, su compañera Laura la miró con calidez y le dijo: “¿Estás bien? Si necesitas hablar, aquí estoy.” Esa frase, tan simple, la desarmó. Y también la iluminó. ¿Y si no tenía que ser tan fuerte todo el tiempo?
Esa noche, Clara escribió en su diario: «Tal vez no necesito dejar de llorar. Tal vez necesito dejar de castigarme por llorar.»
Empezó a leer sobre gestión emocional, sobre cómo aceptar sin juicio lo que sentimos. Descubrió que lo que la hacía sufrir no era el llanto, sino su creencia irracional de que “mostrar emociones me hace débil”.
El cambio interno
En su siguiente sesión con la terapeuta, Clara trabajó la creencia de que «no debía llorar en público». Juntas la cuestionaron:
- ¿Dónde está escrito que no se puede llorar en público?
- ¿Llorar me convierte en una persona débil o en una persona humana?
- ¿Qué es lo peor que podría pasar si alguien me ve llorar?
- ¿Qué me estoy impidiendo vivir al reprimir mis emociones?
Al empezar a desdramatizar sus ideas, aprendió a verse con más compasión. Practicó ejercicios para tolerar la frustración. Imaginó nuevas formas de responder: respirar hondo, hablar con alguien de confianza, salir a caminar cinco minutos.
Clímax: una nueva respuesta ante la emoción
Un mes después, durante una reunión tensa, Clara sintió que el llanto volvía. Esta vez no se escapó al baño. Se quedó en su silla, respiró profundo y pensó: “Está bien sentirme así. No estoy mal por emocionarme.”
Terminada la reunión, caminó hacia una ventana, dejó que las lágrimas salieran despacio y se dijo: “Esto también es parte de cuidarme.”
Ya no sintió vergüenza. Sintió alivio.
Desenlace
Desde ese día, Clara no se volvió “insensible”. Aprendió a abrazar sus emociones sin juzgarlas. En vez de reprimirlas, las reconoce, las gestiona y, cuando es necesario, las comparte.
Ahora, cuando ve a alguien a punto de llorar, ya no piensa «aguántate». Piensa: “Ojalá sepa que está bien sentirse así.”
Reflexión final
Clara aprendió que llorar en público no es un signo de debilidad, sino de valentía emocional. Porque mostrar lo que sentimos requiere más coraje que esconderlo.
Y entendió algo esencial:
No necesitas esconder lo que sientes para ser fuerte. La verdadera fortaleza es aceptar tu humanidad, completa, con lágrimas y todo.



