Cómo calmar la culpa antes de que te consuma

4–6 minutos
  1. El día que Camila no pudo perdonarse
  2. El conflicto que nadie ve, pero quema por dentro
  3. Intentar tapar la culpa… y hundirse más
  4. El punto de inflexión: comprender el modelo ABC
  5. Clímax: cuando Camila pudo mirar al pasado… con ternura
  6. Epílogo: un nuevo tipo de amor propio
  7. Lo que aprendió Camila (y lo que podemos aprender todos)
  8. Reflexión final

El día que Camila no pudo perdonarse

Camila tenía 34 años y una rutina bien armada: trabajaba como contadora en una firma mediana, era meticulosa, responsable, querida por sus amigos y profundamente exigente consigo misma. Pero aquella noche, todo su mundo se desmoronó con un solo mensaje: “Papá falleció esta madrugada. No alcanzaste a despedirte”.

Lo primero que sintió fue un golpe en el estómago. Luego, una avalancha imparable: “¿Por qué no llamé ayer? ¿Por qué le dije que estaba ocupada? ¿Por qué no tomé ese vuelo hace una semana?” Y con cada pregunta, la culpa crecía como una grieta en el pecho.

Lo más difícil no fue el duelo. Fue la voz interna que no la dejaba en paz. Día tras día, le susurraba sin compasión: “Lo dejaste solo. Fallaste. No mereces perdonarte.”


El conflicto que nadie ve, pero quema por dentro

La culpa no siempre grita. A veces se arrastra silenciosa: en las noches sin sueño, en las decisiones que evitamos, en el espejo donde nos cuesta sostener la mirada. Camila, como muchas personas, no sabía que su dolor no venía solo del hecho de perder a su padre, sino de lo que pensaba sobre sí misma por lo ocurrido.

Y ese es el núcleo de la culpa tóxica: no es el hecho, sino lo que nos decimos sobre él.

Albert Ellis, creador de la Terapia Racional Emotiva Conductual (TREC), lo explicaba con claridad: no son los eventos los que nos destruyen emocionalmente, sino nuestras creencias absolutistas, nuestros “debería” y “tendría que” grabados a fuego en la menteterapia TRE.

Camila no solo estaba triste. Estaba condenándose con pensamientos como:

  • “Tendría que haber estado allí, sí o sí.”
  • “No puedo fallar a quienes amo. Si lo hago, soy una mala persona.”
  • “No merezco sentirme mejor.”

Intentar tapar la culpa… y hundirse más

Camila intentó escapar: se volcó al trabajo, se ofreció para todo, fingió estar bien. Pero en la intimidad, cada vez que sonaba el celular, tenía un pequeño ataque de pánico. Su cuerpo estaba tenso, su sonrisa se volvió mecánica y, con el tiempo, empezó a aislarse.

Una noche, se quebró frente a su amiga más cercana. “No me lo puedo perdonar”, confesó, llorando.

Fue entonces cuando su amiga le recomendó buscar ayuda terapéutica. Y ahí comenzó algo distinto: un camino que no prometía olvidar lo que pasó, sino aprender a vivir con ello… sin autodestruirse.


El punto de inflexión: comprender el modelo ABC

En una de las primeras sesiones, su terapeuta le habló del modelo ABC de la TREC:

  • A: Acontecimiento activador – No estar con su padre cuando falleció.
  • B: Creencia – “Debí haber estado. Si no, soy una mala hija y persona.”
  • C: Consecuencia – Culpa intensa, aislamiento, ansiedad.

El foco del trabajo no fue cambiar lo que pasó (imposible), sino cuestionar esa creencia brutal que Camila se decía una y otra vez. Aprendió a hacer preguntas como:

  • ¿Dónde está escrito que una hija debe prever la muerte exacta de su padre?
  • ¿Equivocarme en un momento me convierte en una persona mala para siempre?
  • ¿De verdad no puedo tolerar este error humano?

Y poco a poco, con mucho llanto, Camila empezó a cambiar su discurso interno por uno más compasivo:

  • “Prefería haber estado con él, pero eso no me hace una persona despreciable.”
  • “Hice lo mejor que pude con lo que sabía y podía en ese momento.”
  • “Puedo aprender de esto sin destruirme por ello.”

Clímax: cuando Camila pudo mirar al pasado… con ternura

Un día, su terapeuta le propuso un ejercicio: imaginar a su “yo” de aquella semana como si fuera otra persona. Verla corriendo entre tareas, respondiendo correos, con su celular lleno de llamadas sin atender.

“¿Qué le dirías si fuera tu mejor amiga?”, le preguntó.

Camila se quedó en silencio. Y por primera vez en meses, su voz interna cambió: “No eras una mala hija. Solo estabas agotada. No podías preverlo todo. Te quiero igual.”

Lloró. No de culpa, sino de alivio.


Epílogo: un nuevo tipo de amor propio

Meses después, Camila aún sentía tristeza. Pero ya no era esa tristeza que ahoga. Era una pena serena, sin autoacusación. Había retomado sus salidas con amigos, hablaba de su padre sin romperse, y a veces —solo a veces— podía reír recordando sus chistes.

Había descubierto una forma nueva de honrar a quien amaba: dejando de castigar a quien quedó viva.


Lo que aprendió Camila (y lo que podemos aprender todos)

Camila aprendió algo que muchos necesitamos oír: que la culpa no es una señal de amor, sino una trampa emocional que nos mantiene atados al sufrimiento.

Que fallar no nos define. Que podemos responsabilizarnos sin condenarnos. Que aceptarse es más valiente que castigarse.

Y sobre todo, que no merecemos ser perdonados solo si somos perfectos, sino simplemente porque somos humanos.


Reflexión final

La culpa puede aparecer en los momentos más difíciles, pero no tiene por qué consumirnos. A veces, lo que más necesitamos no es más juicio, sino más comprensión. Y todo comienza con una pregunta sencilla:

¿Qué pasaría si hablaras contigo mismo como hablarías con alguien a quien amas profundamente?


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