- El día en que Laura decidió empezar
- El peso invisible de la exigencia
- La conversación que lo cambió todo
- El primer paso fue mínimo (pero poderoso)
- El punto de inflexión: cambiar desde la aceptación
- La transformación real no fue “grande”, fue constante
- El secreto: filosofía práctica y emociones sanas
- Clímax: la nueva Laura ante el mismo espejo
- Epílogo: Lo que aprendió (y lo que podemos aprender)
- Reflexión final
El día en que Laura decidió empezar
Laura no era alguien que llamara la atención. Tenía 34 años, trabajaba en una oficina, y vivía en un apartamento modesto que había decorado con cariño, pero con el tiempo, incluso su rincón favorito —el sillón junto a la ventana— se había convertido en otro lugar donde mirar el celular hasta quedarse dormida.
Por fuera, todo parecía estar bien. Pero dentro de ella crecía una sensación persistente: «Estoy estancada.»
No era que su vida fuera mala, simplemente… no avanzaba. Llevaba años con las mismas metas repetidas cada enero: hacer ejercicio, leer más, dejar de procrastinar, empezar ese proyecto que soñaba desde la universidad. Siempre empezaba con fuerza… y se desinflaba al poco tiempo.
El peso invisible de la exigencia
Una noche de domingo, después de otro fin de semana «perdido» según su juicio, Laura lloró en silencio. No por algo grave, sino por algo muy humano: estaba cansada de sentirse insuficiente.
“¿Por qué no puedo cambiar? ¿Qué me pasa? ¿Soy floja, inconstante, mediocre?”
En realidad, no lo era. Lo que pasaba es que había caído en un error común: creer que cambiar la vida requiere grandes gestos, decisiones drásticas o una motivación inquebrantable. Como si solo existiera el “todo o nada”.
Pero Laura aún no lo sabía.
La conversación que lo cambió todo
Al día siguiente, llegó cabizbaja a su sesión de terapia. Su psicóloga, observadora y empática, le hizo una pregunta sencilla:
—¿Qué pasaría si en lugar de intentar cambiarlo todo, cambiaras solo una cosa pequeña… pero cada día?
Laura levantó la mirada, confundida. «¿Y si eso no es suficiente?», pensó.
Entonces hablaron sobre algo clave en la Terapia Racional Emotiva Conductual (TREC): la baja tolerancia a la frustración. Esa tendencia a pensar: “Si no puedo lograrlo todo ya, entonces no vale la pena intentarlo”. Una trampa mental que muchas veces impide avanzar.
—“No necesitas ser perfecta para estar mejor”, le dijo la terapeuta. “Solo constante en cosas pequeñas que sí puedes controlar hoy”.
Esa frase se le quedó grabada.
El primer paso fue mínimo (pero poderoso)
Esa noche, Laura no redactó un plan maestro ni compró una agenda motivacional. Hizo algo mucho más simple: puso una alarma a las 9 p.m. para dejar el celular y leer durante 10 minutos. Nada más.
El primer día lo logró. El segundo también. El tercero se olvidó, pero en lugar de culparse, pensó en lo que había aprendido en terapia:
«Caer no significa fracasar. Significa que estoy en el camino.»
Y así, poco a poco, fue sumando pequeñas acciones: salir a caminar 15 minutos, preparar su desayuno con calma, escribir tres líneas en un diario cada mañana.
Cada pequeño paso no parecía gran cosa, pero juntos estaban creando una ruta nueva.
El punto de inflexión: cambiar desde la aceptación
Algunas semanas después, Laura enfrentó un momento difícil: la muerte inesperada de una amiga de su infancia. El dolor la desconectó de sus rutinas, y por unos días volvió a encerrarse emocionalmente.
Pero esta vez algo era distinto.
Recordó una técnica de la TREC: aceptación incondicional de la vida. Entendió que vivir incluye dolor, interrupciones, desvíos. Que no todo está bajo control. Y que incluso así, podía elegir cómo responder. No desde la exigencia, sino desde la compasión.
Con ese nuevo enfoque, retomó sus pequeños pasos. Sin prisa. Sin culpa. Con presencia.
La transformación real no fue “grande”, fue constante
Después de cuatro meses, Laura no se había “convertido” en otra persona. No tenía un millón de seguidores, ni había publicado una novela. Pero:
- Se levantaba sin odio hacia sí misma.
- Sentía menos ansiedad los domingos por la noche.
- Había terminado su primer libro en años.
- Comenzó a disfrutar caminar sin audífonos.
- Se atrevió a preguntar por una vacante interna en su empresa (y la consiguió).
Lo que cambió no fue el mundo. Fue su forma de relacionarse con ella misma.
El secreto: filosofía práctica y emociones sanas
Lo que Laura hizo sin saberlo fue aplicar una de las filosofías centrales de la TREC:
No necesitamos que todo cambie para sentirnos mejor. Solo necesitamos cambiar lo que depende de nosotros, con realismo y constancia.
Dejó de decirse “debo cambiar ya”, y empezó a decirse:
- “Me gustaría avanzar hoy un poco”.
- “Esto no es perfecto, pero es suficiente por hoy”.
- “Puedo fallar y seguir”.
Reemplazó la autocrítica por preferencia, el catastrofismo por tolerancia, y la condena por aceptación.
Clímax: la nueva Laura ante el mismo espejo
Un día, mirando su reflejo sin maquillaje ni filtros, Laura se sorprendió:
Ya no se hablaba con dureza. Se hablaba con ternura. No porque ya hubiera logrado todo, sino porque había dejado de exigir que debía hacerlo.
Y en ese acto, tan íntimo como poderoso, se dio cuenta de que había cambiado.
Sin sacrificios heroicos. Solo con pequeños pasos sostenidos.
Epílogo: Lo que aprendió (y lo que podemos aprender)
Laura entendió algo que puede cambiar muchas vidas:
«Esperar a sentirnos motivados para actuar es como esperar a tener hambre para preparar la comida.»
La acción (aunque sea mínima) puede preceder a la motivación.
Y cada pequeño paso es una semilla que, regada con constancia, transforma el paisaje interno.
Reflexión final
No necesitas grandes decisiones para transformar tu vida. Solo necesitas el coraje de dar un pequeño paso hoy, y repetirlo mañana. Incluso si fallas. Especialmente si fallas.
Porque el verdadero cambio no nace de la perfección, sino de la aceptación valiente y la acción constante.
Recuerda:
No es cuánto haces en un día, sino cuánto sigues haciéndolo cada día.



