La historia de Carla: cuando pensar demasiado te complica la vida
Carla tiene 34 años, vive sola y trabaja en una agencia de marketing digital. Es inteligente, detallista y muy comprometida… tal vez demasiado. Cada noche, antes de dormir, su cabeza se transforma en un caos de pensamientos: «¿Habré molestado a Julia con ese comentario?», «¿Y si mi jefe piensa que no sirvo?», «¿Qué pasa si no ahorro lo suficiente este mes?». Un simple mensaje sin respuesta podía desatar una tormenta mental.
Aunque por fuera todo parecía ir bien, por dentro Carla sentía una presión constante. Se exigía perfección, necesitaba aprobación y odiaba equivocarse. ¿El resultado? Ansiedad, insomnio y una sensación de no estar nunca en paz. Carla no entendía por qué su mente se empeñaba en convertir todo en un drama.
El conflicto: un cerebro que sobrepiensa todo
Todo estalló un lunes cualquiera. Carla recibió un correo del jefe que decía escuetamente: «Reunión mañana a las 9:00». En su cabeza, eso se tradujo en: «Algo hice mal. Seguro me van a despedir». No pudo concentrarse el resto del día. Esa noche no durmió. Al llegar a la reunión, descubrió que era simplemente para felicitarla por un proyecto. Pero el daño ya estaba hecho: estrés, cansancio y una frustración creciente.
Carla empezó a preguntarse: “¿Por qué siempre espero lo peor? ¿Por qué mi mente hace todo tan complicado?”. No lo sabía, pero acababa de tocar fondo… y también el comienzo de un cambio.
El punto de inflexión: descubrir la trampa mental
Semanas después, Carla decidió buscar ayuda. En una de sus primeras sesiones de terapia, su psicóloga le habló de la Terapia Racional Emotiva Conductual (TREC). Le explicó que su malestar no venía del correo del jefe (el evento A), sino de lo que pensaba sobre eso (su creencia B): “Tengo que hacerlo todo perfecto, si no, soy un fracaso”.
Carla aprendió que su cerebro estaba atrapado en lo que Ellis llamó «las tres grandes exigencias irracionales»:
- “Debo hacer todo perfecto”
- “Los demás deben tratarme siempre bien”
- “La vida debe ser fácil y justa”
Estas ideas la llevaban a dramatizar (¡esto es terrible!), a no tolerar la frustración (no lo soporto), y a condenarse a sí misma (soy un desastre).
Esa sesión fue como abrir una ventana. Por primera vez, entendió que el problema no era lo que pasaba, sino cómo lo interpretaba. Eso le dio poder. Si el problema está en la interpretación, también puede cambiarse.
La transformación: de la exigencia a la aceptación
Con el tiempo, Carla comenzó a practicar nuevas formas de pensar. Cuando detectaba un pensamiento absolutista (“debo ser perfecta”), lo cuestionaba:
- ¿Es lógico pensar que nunca puedo equivocarme?
- ¿Qué pasaría realmente si no cumplo con todo?
- ¿Me ayuda este pensamiento o me sabotea?
Y lo cambiaba por creencias más racionales:
- “Preferiría hacerlo bien, pero puedo equivocarme y aprender”
- “El error no me define, me hace humana”
- “Esto es molesto, pero no catastrófico. Puedo tolerarlo”
En paralelo, empezó a notar cómo cambiaban sus emociones. Donde antes había ansiedad, ahora sentía una incomodidad manejable. Donde había rabia, ahora había molestia sin drama. Donde había autocrítica despiadada, ahora había autocompasión.
Clímax: la reunión que ya no la paralizó
Meses después, volvió a recibir un correo similar del jefe. Esta vez, en lugar de activar el piloto del drama, respiró hondo y pensó: “No sé de qué se trata. Si hay algo que mejorar, lo enfrentaré. Soy capaz”.
La reunión era, de nuevo, positiva. Pero lo más importante no fue el contenido, sino la reacción de Carla: por primera vez, no dejó que su mente le robara la calma.
Desenlace: una vida más simple, sin dejar de ser profunda
Hoy Carla sigue siendo responsable, sensible y reflexiva. Pero ahora sabe que pensar mucho no significa pensar mejor. Ha aprendido a detectar sus trampas mentales, a dejar de exigirse imposibles, y a confiar más en su capacidad de afrontar la vida, incluso cuando no todo sale como espera.
Simplificar su vida no fue dejar de pensar, sino aprender a pensar de forma más flexible, realista y amable.
Reflexión final:
La mente tiende a complicarlo todo porque cree que así te protege. Pero la verdad es que muchas veces te sabotea. Aprender a distinguir entre hechos y pensamientos, entre deseos y exigencias, entre incomodidad y catástrofe… es la clave para vivir con más ligereza.
Carla aprendió que no todo pensamiento merece atención, y que puedes tener una vida más tranquila si aprendes a hablarte mejor.



