Cuando Sofía aprendió a agradecer con el corazón roto
Sofía tenía 36 años y una vida “correcta” en todos los sentidos: trabajo estable, pareja de años, un departamento pequeño pero propio. Sin embargo, desde hacía meses sentía un vacío constante. Nada era suficiente. Se sorprendía a sí misma irritada por cosas mínimas, desmotivada cada mañana y cada vez más crítica consigo misma. En su interior, algo susurraba: “No tengo derecho a quejarme. No me falta nada”. Pero el malestar seguía creciendo.
Lo que nadie veía era que Sofía cargaba con una expectativa silenciosa: la de sentirse feliz siempre. Y cada vez que no lo lograba, se culpaba. Su diálogo interno estaba lleno de exigencias encubiertas: “Deberías estar agradecida”, “No tendrías que sentirte así”. Esa presión solo aumentaba su desconexión emocional. Hasta que una tarde cualquiera, tras una discusión sin sentido con su pareja, se quebró. Lloró en silencio, mientras pensaba: “¿Qué me pasa? ¿Por qué no puedo ser feliz con lo que tengo?”
Ese fue su punto de inflexión.
Cuando agradecer no es tan fácil
A la mañana siguiente, sin energía para simular normalidad, pidió el día libre. Caminó sin rumbo hasta un parque cercano. Sentada bajo un árbol, recordó algo que su terapeuta le había mencionado semanas atrás: “La gratitud no es negar lo que duele. Es ver también lo que sigue estando bien, incluso en medio del dolor”. Por primera vez, se permitió explorar esa idea sin resistencias.
Tomó su celular y escribió en una nota: “Hoy me siento rota. Pero agradezco que tengo este espacio, este momento. Y la capacidad de sentir”. No sonaba como un mantra feliz, pero era honesto. Y de algún modo, ese gesto diminuto le trajo un primer alivio.
Ese fue el inicio de un nuevo hábito: escribir, cada noche, tres cosas por las que podía sentirse agradecida. Algunas eran evidentes —“tengo salud”, “mi hermana me llamó”—, pero otras eran pequeñas y poderosas: “Hoy me reí con una compañera”, “Hice una pausa y respiré”, “Lloré, y eso me ayudó a soltar”.
La trampa del positivismo forzado
Sofía se dio cuenta de algo crucial: durante mucho tiempo había confundido la gratitud con la obligación de estar feliz. Pero como enseñan las bases de la Terapia Racional Emotiva Conductual (TREC), no se trata de imponer pensamientos positivos para evitar el malestar, sino de construir creencias más racionales, compasivas y realistas
Agradecer en días difíciles no era negar que estaba frustrada, ansiosa o cansada. Era mirar esos estados con aceptación, sin condenarse. Era dejar de decirse “no deberías sentirte así” y empezar a decirse: “Estoy haciendo lo mejor que puedo con lo que tengo”. Y eso también merecía gratitud.
Transformación con tropiezos
Por supuesto, hubo días en que Sofía no encontraba nada que agradecer. En uno de ellos escribió simplemente: “Hoy no puedo. Solo puedo respirar. Eso me basta”. Fue su forma de seguir practicando, incluso sin entusiasmo. Y curiosamente, al validar su tristeza en lugar de pelear con ella, comenzó a sentirse más liviana.
Poco a poco, notó cambios sutiles pero significativos: empezó a hablarse con más paciencia. A disfrutar de momentos simples. A reaccionar con menos ira ante los imprevistos. Incluso sus relaciones mejoraron, porque ya no exigía perfección ni a ella ni a los demás.
Clímax: el día en que eligió quedarse
Un mes después, recibió una propuesta laboral en otra ciudad. Un “mejor puesto”, pero implicaba mudarse lejos de su red de afectos. La vieja Sofía habría aceptado sin pensar, impulsada por el mandato de “seguir avanzando”. Pero esa nueva Sofía se detuvo. Se preguntó qué quería realmente. Y tras días de reflexión, dijo que no.
Ese “no” fue su declaración de gratitud más honesta: agradecer lo que ya tenía sin necesidad de demostrar nada a nadie. No era resignación. Era elegir desde la paz.
Desenlace y mensaje final
Hoy, Sofía no es “perfectamente feliz”. Sigue teniendo días grises. Pero aprendió que eso no invalida todo lo que sí va bien. Aprendió que agradecer no es pintar de rosa la vida, sino reconocer sus matices y elegir enfocarse también en la luz.
Porque la gratitud auténtica no exige alegría constante. Solo pide presencia. Y esa puede ser la más poderosa forma de sanar.
Moraleja:
Sofía entendió que practicar la gratitud no es ignorar el dolor, sino aprender a mirar también lo valioso que sigue existiendo. Porque incluso en los días difíciles, siempre hay algo que merece ser reconocido. Y eso, a veces, es lo que nos salva.



