El día que Elena dejó de castigarse
Elena tenía 38 años y una lista interminable de responsabilidades. Era madre de dos niños, hija de una mujer mayor con alzhéimer, empleada de oficina y amiga de todos los que necesitaban algo. Pero detrás de su sonrisa amable había una emoción que la consumía en silencio: la culpa.
Culpable por no pasar más tiempo con sus hijos.
Culpable por no estar siempre disponible para su madre.
Culpable por no contestar ese mensaje, por decir que no, por irse antes del trabajo, por no hacer ejercicio, por no ser perfecta.
A veces, se despertaba con el pecho apretado, recordando cosas pequeñas del pasado: una discusión con su pareja, una promesa que no cumplió, un error tonto que había cometido en una reunión. Aunque habían pasado días, semanas, incluso años, el sentimiento seguía ahí como una sombra.
“No soy suficiente”, se repetía. “No hago las cosas bien. Debería poder con todo”.
El conflicto que no se ve, pero pesa
Lo que Elena sentía es más común de lo que parece. La culpa —esa mezcla de tristeza, responsabilidad y autorreproche— puede convertirse en una carga invisible, pero devastadora. A veces surge por algo real que hicimos o dejamos de hacer. Otras veces, es alimentada por exigencias internas imposibles, como “debería ser una madre perfecta”, “no puedo fallar” o “no debo decepcionar a nadie”.
Desde la Terapia Racional Emotiva Conductual (TREC), se entiende que no es el hecho en sí (olvidar una cita, levantar la voz, no lograr una meta) lo que nos perturba, sino la interpretación que hacemos de ese hecho. La culpa intensa suele estar ligada a pensamientos irracionales y exigencias absolutistas sobre cómo “deberíamos” actuar en todo momentoterapia TRE.
El punto de quiebre: una frase de su hijo
Una noche, mientras revisaba correos desde el celular, su hijo pequeño se acercó, le tocó la mano y dijo:
—Mamá, ¿tú estás enojada conmigo?
Elena sintió una punzada en el pecho. No lo estaba. Solo estaba abrumada. Pero en ese instante, algo se quebró. Se encerró en el baño y rompió en llanto. Sintió que había fallado como madre. Que no merecía ser perdonada. Que todo lo que hacía era insuficiente.
Fue entonces cuando, por primera vez, pensó en pedir ayuda profesional.
El camino de regreso a sí misma
Durante su primera sesión de terapia, Elena aprendió algo esencial: la culpa no es necesariamente mala. Puede servir como brújula moral. Pero cuando es excesiva, imprecisa o está basada en creencias rígidas e irreales, se convierte en un castigo emocional inútil.
El terapeuta le explicó el modelo ABC de la TREC:
- A: Acontecimiento (por ejemplo, llegar tarde a buscar a su hijo)
- B: Creencia (por ejemplo, “soy una mala madre por esto”)
- C: Consecuencia (sentirse culpable, ansiosa y paralizada)AAA Terapia Racional Em…
Lo que había que cambiar no era el hecho, sino la forma en que ella pensaba sobre el hecho.
Poco a poco, empezó a identificar sus pensamientos irracionales:
- “Debo hacerlo todo bien o soy un fracaso”
- “Si decepciono a alguien, significa que no valgo”
- “No tengo derecho a descansar mientras otros me necesitan”
Y comenzó a cuestionarlos:
- ¿Dónde está escrito que debo ser perfecta?
- ¿Por qué mi error me define por completo?
- ¿Le exigiría lo mismo a alguien a quien amo?
Con práctica, aprendió a sustituirlos por creencias más racionales:
- “Me equivoqué, pero eso no me hace una mala persona.”
- “Puedo aprender del error sin flagelarme.”
- “Hago lo mejor que puedo con lo que tengo.”
El clímax: elegir la compasión
Un día, su hijo rompió un jarrón valioso. Elena lo encontró llorando, repitiendo:
—Lo arruiné todo. Lo siento. Lo siento.
Y en él, vio su propio reflejo.
En lugar de regañarlo, se sentó a su lado, lo abrazó y dijo:
—No pasa nada. Lo importante eres tú, no el jarrón.
Fue ahí, mientras consolaba a su hijo, que se dio cuenta de que esa misma compasión debía aprender a darse a sí misma. Entendió que todos cometemos errores. Y que la clave no es castigarse eternamente, sino hacerse responsable, reparar si es posible, aprender… y seguir adelante.
El desenlace: cuando perdonarse se vuelve libertad
Elena no se volvió perfecta. Todavía llegaba tarde a veces, se olvidaba de cosas y se sentía cansada. Pero ahora, cuando la culpa asomaba, tenía herramientas para detenerla.
Aprendió a hablarse con respeto. A escribir sus pensamientos y cuestionarlos. A practicar la autoaceptación incondicional: “Soy humana, valiosa y falible. No necesito ser perfecta para merecer amor, ni mío ni de los demás.”
También descubrió que, al dejar de castigarse, tenía más energía emocional para hacer lo que de verdad importaba: conectar, reparar, crecer.
Mensaje final
Aprendió que no se trata de no sentir culpa, sino de no dejar que la culpa te consuma. Que asumir errores no es lo mismo que condenarse. Y que perdonarse a uno mismo no es un acto de debilidad, sino de sabiduría emocional.
Porque, al final, cuidar tu salud mental también es una forma de cuidar a quienes amas.
¿Te sientes culpable por algo? Respira. No estás solo. Todos cometemos errores. Lo importante es qué haces después.
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